El cumpleaños

Instinto cazador

por Ángela Fernández

– No, no, no… -balbuceó Amanda retrocediendo del hombre que se acercaba-. Tú estás muerto… te enterramos, Joan.

Sin embargo, tres días después, su marido estaba ahí frente a ella. Había regresado a casa, más pálido y ojeroso que de costumbre, pero no podía dudar de que era él.

– ¿Qué dices, Amanda? -preguntó él con la misma voz de siempre-. Tan solo he estado de viaje.

Ella ahogó un grito cuando su marido quiso tocarla. Retrocedió hasta quedar arrinconada entre la pared y la mesa del comedor.

– No -gimió ella-. Te atacaron durante el viaje, en la entrada del hotel, Joan… regresaste en un ataud de madera y te enterramos hace tres días… yo misma arrojé la primera palada de tierra sobre tu tumba…

– Eso no tiene sentido, Amanda -él se acercó aún más a su mujer. No entendía lo que estaba pasando, no sabía a qué se refería-. Yo estoy perfectamente, mírame, sano y salvo. Tan solo tengo una sed terrible del viaje, ¿podrías traerme un vaso de agua, querida? Después nos sentaremos y hablaremos hasta aclarar este desaguisado.

La mujer se escabulló hacia la cocina temblando de arriba abajo, cogió un vaso y lo llenó con agua del grifo. De regreso al comedor derramó la mitad del contenido sobre el parqué debido a los temblores que la sacudían. Sus articulaciones se habían transformado en gelatina.

Allí estaba Joan, sonriéndole desde el sofá. Era él, es decir, parecía él, porque Amanda estaba segura de lo que había vivido en las últimas horas.

El hombre se bebió el vaso de un sólo trago y luego atrajo a su mujer con cariño hasta que la recostó sobre su pecho. Olía como Joan, hablaba y se comportaba como él, pero Amanda seguía resistiéndose a creer que fuera su marido.

– A ver -dijo Joan-, cuéntame desde el principio qué es esa estupidez de que me enterrásteis hace tres días.

Ella tembló de nuevo entre sus brazos antes de comenzar a hablar y, cuando finalmente lo hizo, Joan no pudo escucharla, seguía teniendo mucha sed. Le abrasaba la garganta y le impedía pensar en otra cosa. ¿Qué era lo que le había dicho aquel desconocido durante el viaje, aquel que le asaltó a la entrada del hotel?

«Abre los ojos a un nuevo instinto cazador.»

¿Qué había pasado después? No lo recordaba.

Vio a su mujer tumbada sobre él, parecía más tranquila. Deslizó el dedo por su delicado cuello y lo sintió caliente, igual que la sangre que fluía bajo él. Escuchó latir su corazón apresuradamente, bombeando la sangre roja, fresca, deliciosa… tenía tanta sed.

Su nuevo instinto resurgió en él, violento, agresivo, sangriento. Se inclinó con furia sobre su cuello y sació la sed entre los gritos agónicos de su mujer.

La autora:
Para conocerme bien simplemente me basta con decir que nací hace 28 años, que viví y me crié en un pueblecito de menos de dos mil habitantes y que mi pasión por el dibujo técnico y la formas geométricas me llevaron a ser Ingeniera de Caminos.

Web:
http://eternidadseescribecontinta.blogspot.com

Hay que saber leer

de Sergio Gaut vel Hartman

Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.
—¡Oh, qué horror, que asco! —exclamó una joven sentada en la primera fila—. ¡Una cucaracha!
Y se trepó al asiento.
Gregor se incorporó penosamente, y tras identificar a la que había hablado, replicó.
—Señora: Kafka escribió “insecto”, no “cucaracha”. Tenga un poco de respeto por el autor y por mí mismo. En este punto del relato, antes de que cualquier descripción lo desmienta, yo podría ser un lepidóptero, un escarabeido o un himenóptero, no necesariamente un blattodeo, ¿entiende?
—Disculpe —se defendió la chica—. Es que las cucarachas me dan mucho asco.
—¡Y dale! —Gregor se dirigió a alguien situado en la página 24 y agregó—. Ya sé que no está en el texto de Kafka, Miroslav, pero ¿puede hacerme el favor de retirar a esta desubicada de la sala?

El autor:
Sergio Gaut vel Hartman. Escritor, antólogo y editor argentino nacido en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Su actividad literaria se inició al comenzar la década de 1970, cuando publicó media docena de relatos en la revista española de ciencia ficción Nueva Dimensión y varios fanzines de ese país. En 1982, mientras era parte del equipo de la revista El Péndulo, dio impulso al movimiento que fundaría el Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía. Al año siguiente creó el fanzine Sinergia, del que también fue director. En 1984 participó activamente en la revista Minotauro, que dirigía Marcial Souto y poco después ejerció las funciones de director editorial de la revista Parsec.
En 1985 publicó Cuerpos descartables, un volumen de cuentos en la colección de libros rioplatenses de Minotauro, y un cierto número de sus relatos aparecieron en revistas y antologías, como «Carteles», en la que Marcial Souto preparó para EUDEBA, mientras Pablo Capanna seleccionaba «Náufrago de sí mismo» para la antología El cuento argentino de ciencia ficción que publicó la editorial Nuevo Siglo. Unos años antes había prologado la antología Latinoamérica fantástica, que editó Ultramar.
Su novela El juego del tiempo quedó finalista del Premio Minotauro 2005. En 2008 compiló la antología Los universos vislumbrados 2 y ese mismo año obtuvo el Premio Ignotus en España por El universo de la ciencia ficción, elegido el mejor ensayo del año en ese país. Su novela corta «Carne verdadera» quedó finalista del premio UPC y fue publicada por ediciones B. En mayo del 2007 abandonó el cargo de director literario del e-zine Axxón, actividad que había ejercido durante algo más de tres años, para retomar el proyecto Sinergia, ahora en formato web.
Ya en el nuevo siglo fue el fundador de Comunidad CF y derivado de ésta, del Taller 7, aula virtual de escritura creativa. Más tarde creó Planeta SF, un espacio multilingüe destinado a facilitar el encuentro de escritores, lectores y editores de ficción especulativa de todo el mundo. Actualmente coordina talleres personalizados presenciales, y por Internet, para escritores que viven fuera de Buenos Aires. Sus cuentos han sido traducidos al inglés, francés, portugués, italiano, ruso, griego, búlgaro, japonés y árabe. Muchas de sus ficciones se publicaron en revistas internacionales del género como Nueva Dimensión, Galaxia, El Péndulo, Minotauro e Isaac Asimov de España, entre otras.
En 2008 dio impulso a un blog de microficciones denominado Químicamente impuro, el que fue seguido por Breves no tan breves y Ráfagas, parpadeos. En 2009 se publicó su libro de cuentos Espejos en fuga. Actualmente está a cargo de la dirección editorial de cuatro colecciones (novelas, cuantos, antologías y poesía) destinadas a publicar la obra de jóvenes (y no tan jóvenes) narradores, poetas y ensayistas de Argentina, América Latina y España con el respaldo de Editorial Andrómeda de Buenos Aires.
En 2011 publicó su tercer libro de cuentos, Vuelos, editado por Andrómeda. Y en 2012 la antología Tricentenario, publicada por ediciones Desde la Gente. En mayo de 2013 viajó a Alemania, invitado por el Instituto Iberoamericano de esa ciudad, para participar en el simposio internacional «Mundos alternativos».

Web: http://brevesnotanbreves.blogspot.com.ar/search/label/Sergio%20Gaut%20vel%20Hartman

Olvidada

de Claudia Cortalezzi

Y entonces llegaron ellos
Serrat

Ella no se detendría por nada del mundo: seguramente el monstruo ya le pisaba los talones.
Todo por culpa del cofre, pensó.
Lo había robado del laboratorio de ciencias de la escuela, con ayuda de sus amigas. Y se había ofrecido a esconderlo en su casa. Pero lo había abierto sin esperar a que llegasen las demás.
¿Quién la había mandado a abrirlo sola?
Ahora, aquello que había salido del cofre, que en segundos se había hinchado hasta doblarla en tamaño, la obligaba a correr, a buscar un escondite.
Voces, gritos.
Gritos y otra cosa: un traqueteo metálico.
Ella se volvió —sin detener su carrera—, tropezó, y debió mirar rápido hacia delante. Pero había espiado lo suficiente. Detrás del monstruo, un grupo de hombres empujaba unas carretillas con enormes bateas. Ella conocía aquellas bateas: su padre —como todo el mundo en el pueblo— trabajaba en la fábrica de procesamiento de restos orgánicos —ella no sabía bien qué quería decir—, y le había revelado lo que guardaban en las bateas.
—Acá se almacena la harina de huesos —le había dicho.
—¿De huesos? —ella se había tapado la nariz—. ¡Qué asco! ¡No se puede respirar!
Ahora le llegaba, cada vez más cercano, aquel vapor hediondo que brotaba de las bateas. Y —giró apenas para comprobarlo— de ahí salía algo más que el vapor: un polvo pesado, una masa informe que cobraba vida. ¿Quería alcanzarla?
Siguió corriendo, mientras pensaba en cómo escapar, corriendo y corriendo —aunque un dolor agudo le punzaba el costado izquierdo, bajo las costillas—, cuando descubrió una puerta abierta y se escabulló lo más rápido que pudo.
Es el sótano del almacén de Pedro, reconoció al bajar los primeros escalones.
Una vez abajo, se detuvo a tomar aliento. Y miró atrás: el… polvo, aquella masa asquerosa, seguía tras ella. La cosa ya dejaba atrás los primeros peldaños. Avanzaba más rápido que el monstruo —el monstruo, recordó ella. Ya no la aterraba el monstruo—. Vio cómo la masa lo envolvía lentamente, capa tras capa. Ahogándolo, seguro.
Se dijo que el polvo no tardaría en llegar al piso húmedo del sótano. Ahí se iría acumulando.
Y se detendría por fin.
Toneladas de aquella masa movediza se le meterían por la nariz, la boca, los oídos. Y ella no podría respirar, quedaría enterrada para siempre. Olvidada. Nadie sabría jamás que eso la había sepultado. Todo por culpa de aquel monstruo que tanto terror le había causado antes, antes de que apareciera el polvo.

La autora:
Claudia Cortalezzi nació en Trenque Lauquen, provincia de Buenos Aires (Argentina), en 1965. Vive en Alejandro Petión, Cañuelas.
Ediciones Andrómeda publicó su novela Una simple palabra, dentro de la colección Fractal.
Es redactora y coordina talleres de narrativa.
Forma parte del proyecto Heliconia: selecciona cuentos y los publica en los blogs Breves no tan Breves y Químicamente impuro.
Colabora con la sección «Vidas breves», suplemento Cultura, diario Perfil.
Cofundó del círculo de escritores de horror y fantasía La Abadía de Carfax —con Marcelo di Marco y otros—, en 2005. Fue la antóloga del tercer libro.
• Cuentos premiados:
Adefesio: 2º premio «Leopoldo Marechal, 1999.
El regalo: Primer Premio “Revista Santa Cruz” en 1999.
Ada: mención de honor Club de Leones de Martínez, 2000.
A 9000 metros de altura: mención, Editorial Baobad, en 2004.
El aire es libre: mención Certamen de cuento Almafuerte 2004.
Entrañable: Concurso Iberoamericano de cuento Isaac Asimov, Trazoliterario 2005.
La forma de su belleza: mención en el concurso: “El tiempo en las letras y el dibujo”, organizado por fundación Deloite y Secretaría de Cultura año 2006.
Cambio de caja: mención de honor concurso de cuentos para niños AUDEPP 2006, en Uruguay.
De nacimiento: mención especial del concurso “Historias de mujeres” Biblioteca Municipal de Adrogué y conabip, 2007.
Encierro: premiado y editado en el “Concurso de cuento brevísimo 2007” por “Ediciones del Árbol”, conjuntamente con el Ministerio de Cultura de la Ciudad de Bs. As.
Meses, nada: mención de honor “Concurso Sinergia de Realidades alteradas 2008”.
Una obra muda: concurso Victoria Ocampo 2009.

Web: http://www.cortalezziclaudia.com.ar

Eternidad por siempre

de Lady Carmilla Bathory

Atardecía, Lady Viola descansaba recostada en una banca del jardín con la cabeza apoyada en el regazo de su pretendiente favorito y fingía prestarle atención. Él le ofrecía desesperadamente amor eterno, absoluta fidelidad y una larga vida juntos, colmada de alegrías y viajes maravillosos; a cambio, claro, de que ella lo amara con la misma devoción.

Estaba muy inspirado por el romanticismo de la situación y la contemplación del escote de Lady Viola desde ese ángulo, pero su poesía improvisada llena de «eternidad» y «por siempre», lejos de seducir a su amada, la estaba aburriendo terriblemente y lo peor era que él no se daba cuenta. Muchos otros ya le habían hecho las mismas proposiciones antes, de formas mucho más románticas y con palabras más floridas, pero lo que Lady Viola nunca llegaría a saber es que aquel pobre viajero era el único que se las hacía con verdadero amor.

Cierto que el viajero, en toda su existencia de vagancia y excesos, había conocido a muchas mujeres y se había aprovechado de ellas como mejor le convino, pero conocer a Lady Viola había revivido en él el deseo de encontrar una compañera para la eternidad, una mujer que le gustara en todos los sentidos, por su belleza física, por sus maneras y por sus sentimientos. Deseo al que había renunciado hace tiempo por no encontrar a la candidata ideal, pero Lady Viola lo hacía sentir algo que hasta entonces le era desconocido, y no necesitó pensarlo mucho para cambiar sus planes homicidas y hablarle de amor en serio.

Pero esa tarde había resuelto ponerle fin a su cortejo, que le estaba resultando demasiado oneroso, por que como todo enamorado, temía que a pesar de su caballerosidad y sus galanterías ella terminara rechazándolo. Además su permanencia en el pueblo le había acarreado muchas dificultades, algunas económicas, aunque para él ningún precio era demasiado elevado con tal de conseguir un momento a solas con aquella joven, tan hermosa e inteligente como él creía dulce y cariñosa; pero para él quedarse mucho tiempo en un solo lugar implicaba arriesgar demasiado, hasta su propia vida, que entonces ya no podría compartir con Lady Viola.

Entonces, después de hechas sus mejores y más atractivas promesas de amor y felicidad, él le pidió amable y ansiosamente una resolución hacia sus sentimientos. Lady Viola, entretenida viendo a una golondrina tratando de atrapar a una polilla, se había perdido de la mitad de su discurso, pero había escuchado tantos y tan parecidos que intuyó de qué se trataba y contestó lo mismo que contestaba todas las veces, una vaga respuesta que oscilaba entre un sí y un sí pero después.

El viajero sintió su corazón centenario acelerarse violentamente por la incertidumbre y la desesperación, tomó por los hombros a Lady Viola e hizo que dejara de mirar a la golondrina y lo viera a él, le repitió atropelladamente que el amor que le hacía sentir era puro y verdadero, le recordó que él, a diferencia de sus otros prentendientes, tenía la posibilidad de ofrecerle el mundo y la eternidad, y finalmente le exigió una respuesta definitiva, aunque fuera decepcionante.

Lady Viola, fastidiada, estuvo a punto de rechazarlo, pero recordó que los aretes que le había regalado, tras ser examinados por un profesional, habían resultado ser de esmeraldas genuinas, y pensó que sería conveniente contar con sus favores durante más tiempo, así que aceptó su amor de una forma exagerada y teatral. El viajero estaba tan enamorado de ella que no distinguió que era una mentira descarada, y estaba tan feliz que le anunció que le daría un regalo que estaba reservando para el día que se fugaran juntos.

Lady Viola se había perdido de esa parte, pero le dio lo mismo, después de recibir su regalo esperaría unos días y le diría que no estaba segura de sus sentimientos para deshacerse de él.

Se sonrieron el uno al otro, mirándose a los ojos, Lady Viola esperaba que sacara el regalo de donde lo ocultaba, no podía ser de dimensiones aparatosas, como un ramo de flores, así que imaginaba algo pequeño y valioso, como un par de artes incrustados de esmeraldas, aunque lo que recibiría era tan valioso que no podía dársele un precio. El viajero le pidió que cerrara los ojos, ella obedeció y él se apresuró a morderse y a darle un beso de amor absoluto empapado de sangre.

A Lady Viola le dio asco, pero se olvidó rápidamente de eso cuando sintió el placer incomparable de la transformación y abrió los ojos a su nueva vida de vampiro, entonces entendío que el viajero había cumplido su promesa de regalarle la eternidad por siempre. Se incorporó de golpe y saboreó en sus labios los restos de la sangre del viajero, entonces supo, por una razón hasta entonces incomprensible para ella, que había sido convertida irreversiblemente en un vampiro.

Entonces el viajero trató de explicarle, desde el principio, como le habían explicado a él al convertirlo varias décadas atrás, que los vampiros son personas más o menos normales a las que se les ha concedido el don de alimentarse de las virtudes de las personas a través de su sangre. Empezó a contarle, desordenadamente, que hace tiempo había abandonado a los otros vampiros que solo buscaban succionar la juventud y la belleza de sus víctimas buscando hacerse de otra clase de aptitudes y talentos. Lady Viola, excitada por la sensación latente su nueva existencia, lo escuchaba aún menos que cuando era una humana normal, el viajero trató de calmar el vivo entusiasmo que adivinaba en su mirada y continuó con su relato. Le contó que en el fluído de la sangre se encontraba la escencia de todo lo que es el ser humano, sus talentos y virtudes físicas, espirituales y mentales, así como sus defectos, y de eso se alimentaba el vampiro, y como ejemplo le contó su última anécdota: había atacado a una anciana monja a la que robó sus conocimientos en medicina, pero por consecuencia también le había transmitido su vejez y su artritis, así que había llegado al pueblo buscando hermosas jovenes para beber su sangre y tomar de sus vidas la juventud y la salud perdidas.

Lady Viola apenas le dio importancia a que el viajero practicamente le confesó que sus primeras intenciones eran asesinarla, había sido transmutada físicamente pero la naturaleza práctica de su alma había quedado intacta, mientras el viajero hacía planes en voz alta sobre su maravilloso futuro juntos, ella se preguntaba si podía saber algo más de su nueva condición a través de su pretendiente favorito, pero no preguntándole, claro, por que divagaba mucho al hablar y eso tomaría demasiado tiempo. Además de que ella siempre tomaba el camino más fácil, y como se consideraba una mujer inteligente y virtuosa, sintió curiosidad de las afirmaciones mágicas del viajero le hizo acerca de obtener conocimientos bebiendo la sangre de una persona versada y decidió poner en práctica sus propios conocimientos en el arte del engaño.

Se acercó tímida y seductora a la vez, como si fuera a besarlo, y cuando él cerró los ojos le mordió el cuello tan fuerte como pudo, como había leído que hacían los vampiros de las leyendas. La sangre salió a borbotones de la yugular y ella bebió apresuradamente, entonces entendió lo que era verdad y lo que era una leyenda, supo que aún podía maquillarse frente al espejo, comer pan de ajo y usar crucifijos de plata; y más que eso, junto con su sangre se bebió toda la vida de su enamorado y lo que a lo largo de ella había acumulado, entre otras cosas, los conocimientos de la monja de su relato, el talento plástico de varios artistas y más de trece idiomas. Lady Viola, que en verdad era muy inteligente, intuyó que jamás saborearía a un hombre tan culto y delicioso como lo sería aquel viajero, y tuvo razón, nunca en su vida, aún alimentándose de otros vampiros, logró tantos conocimientos juntos de las ciencias y las artes como aquella vez.

El viajero, sintiéndose traicionado, trató de apartarla, pero ella bebía rápidamente y no pudo hacer nada. Al acabar con él, Lady Viola lo echó a un lado y se miró el vestido ensangrentado, se levantó y entró a su casa a cambiarse, ya después pensaría que hacer con los restos del infortunado.

Publicado en 2012

La autora:
Lady Carmilla Bathory es el seudónimo de una mexicana que se define a sí misma como sucedánea de vampira intentando volar. Escritora amateur de cuentos homoeróticos y fanfics yaoi. Amante de la pornografía y de hacer sentir incómoda a la gente.

Web: http://diariodeladybathory.blogspot.com

Berenice

de Edgar Allan Poe

Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquantulum fore levatas.
(EBN ZAIAT)

La desdicha es muy variada. La desgracia cunde multiforme en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada por el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza ha derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Igual que en la ética el mal es consecuencia del bien, en realidad de la alegría nace la tristeza. O la memoria de la dicha pasada es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no diré mi apellido. Sin embargo, no hay en este país torres más venerables que las de mi sombría y lúgubre mansión. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y en muchos sorprendentes detalles, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los tapices de las alcobas, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero sobre todo en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca, y, por último, en la naturaleza muy peculiar de los libros, hay elementos suficientes para justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con esta mansión y con sus libros, de los que ya no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es inútil decir que no había vivido antes, que el alma no conoce una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos este punto. Yo estoy convencido, pero no intento convencer. Sin embargo, hay un recuerdo de formas etéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales y tristes, un recuerdo que no puedo marginar; una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, vacilante; y como una sombra también por la imposibilidad de librarme de ella mientras brille la luz de mi razón.
En esa mansión nací yo. Al despertar de repente de la larga noche de lo que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y de la erudición monásticos, no es extraño que mirase a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi niñez entre libros y disipara mi juventud en ensueños; pero sí es extraño que pasaran los años y el apogeo de la madurez me encontrara viviendo aun en la mansión de mis antepasados; es asombrosa la parálisis que cayó sobre las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión completa en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades del mundo terrestre me afectaron como visiones, sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños, por el contrario, se tornaron no en materia de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi cínica y total existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la mansión de nuestros antepasados. Pero crecimos de modo distinto: yo, enfermizo, envuelto en tristeza; ella, ágil, graciosa, llena de fuerza; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando sin preocuparse de la vida, sin pensar en las sombras del camino ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras. ¡Berenice! —Invoco su nombre—, ¡Berenice! Y ante este sonido se conmueven mil tumultuosos recuerdos de las grises ruinas. ¡Ah, acude vívida su imagen a mí, como en sus primeros días de alegría y de dicha! ¡Oh encantadora y fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces…, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no se debe contar. La enfermedad —una enfermedad mortal— cayó sobre ella como el simún, y, mientras yo la contemplaba, el espíritu del cambio la arrasó, penetrando en su mente, en sus costumbres y en su carácter, y de la forma más sutil y terrible llegó a alterar incluso su identidad. ¡Ay! La fuerza destructora iba y venía, y la víctima…, ¿dónde estaba? Yo no la conocía, o, al menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por aquella primera y fatal, que desencadenó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, hay que mencionar como la más angustiosa y obstinada una clase de epilepsia que con frecuencia terminaba en catalepsia, estado muy parecido a la extinción de la vida, del cual, en la mayoría de los casos, se despertaba de forma brusca y repentina. Mientras tanto, mi propia enfermedad —pues me han dicho que no debería darle otro nombre—, mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema rapidez, asumiendo un carácter monomaníaco de una especie nueva y extraordinaria, que se hacía más fuerte cada hora que pasaba y, por fin, tuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así tengo que llamarla, consistía en una morbosa irritabilidad de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no me explique; pero temo, en realidad, que no haya forma posible de trasmitir a la inteligencia del lector corriente una idea de esa nerviosa intensidad de interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no hablar en términos técnicos) actuaban y se concentraban en la contemplación de los objetos más comunes del universo.
Reflexionar largas, infatigables horas con la atención fija en alguna nota trivial, en los márgenes de un libro o en su tipografía; estar absorto durante buena parte de un día de verano en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme toda una noche observando la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente una palabra común hasta que el sonido, gracias a la continua repetición, dejaba de suscitar en mi mente alguna idea; perder todo sentido del movimiento o de la existencia física, mediante una absoluta y obstinada quietud del cuerpo, mucho tiempo mantenida: éstas eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, en realidad no único, pero capaz de desafiar cualquier tipo de análisis o explicación.
Pero no se me entienda mal. La excesiva, intensa y morbosa atención, excitada así por objetos triviales en sí, no tiene que confundirse con la tendencia a la meditación, común en todos los hombres, y a la que se entregan de forma particular las personas de una imaginación inquieta. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, una situación grave ni la exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado por un objeto normalmente no trivial, lo pierde poco a poco de vista en un bosque de deducciones y sugerencias que surgen de él, hasta que, al final de una ensoñación llena muchas veces de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece completamente y queda olvidado. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque adquiría, mediante mi visión perturbada, una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, si había alguna, surgían, y esas pocas volvían pertinazmente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran agradables, y al final de la ensoñación, la primera causa, lejos de perderse de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo primordial de la enfermedad. En una palabra, las facultades que más ejercía la mente en mi caso eran, como ya he dicho, las de la atención; mientras que en el caso del soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían realmente para aumentar el trastorno, compartían en gran medida, como se verá, por su carácter imaginativo e inconexo, las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio, De amplitudine beati regni Dei [La grandeza del reino santo de Dios]; la gran obra de San Agustín, De civitate Dei [La ciudad de Dios], y la de Tertuliano, De carne Christi [La carne de Cristo], cuya sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius: credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit: certum est quia impossibile est, ocupó durante muchas semanas de inútil y laboriosa investigación todo mi tiempo.
Así se verá que, arrancada, de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón se parecía a ese peñasco marino del que nos habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la furia más feroz de las aguas y de los vientos, pero temblaba a simple contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador desapercibido pudiera parecer fuera de toda duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desgraciada enfermedad me habría proporcionado muchos temas para el ejercicio de esa meditación intensa y anormal, cuya naturaleza me ha costado bastante explicar, sin embargo no era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, la calamidad de Berenice me daba lástima, y, profundamente conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos mecanismos por los que había llegado a producirse una revolución tan repentina y extraña. Pero estas reflexiones no compartían la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran como las que se hubieran presentado, en circunstancias semejantes, al común de los mortales. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se recreaba en los cambios de menor importancia, pero más llamativos, producidos en la constitución física de Berenice, en la extraña y espantosa deformación de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, mis sentimientos nunca venían del corazón, y mis pasiones siempre venían de la mente. En los brumosos amaneceres, en las sombras entrelazadas del bosque al mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche ella había flotado ante mis ojos, y yo la había visto, no como la Berenice viva y palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, sino como su abstracción; no como algo para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como tema de la más abstrusa aunque inconexa especulación. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado mucho tiempo, y que, en un momento aciago, le hablé de matrimonio.
Y cuando, por fin, se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, una tarde de invierno, en uno de esos días intempestivamente cálidos, tranquilos y brumosos, que constituyen la nodriza de la bella Alcíone estaba yo sentado (y creía encontrarme solo) en el gabinete interior de la biblioteca y, al levantar los ojos, vi a Berenice ante mí.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la incierta luz crepuscular del aposento, los vestidos grises que envolvían su figura los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. Ella no dijo una palabra, y yo por nada del mundo hubiera podido pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado cruzó mi cuerpo; me oprimió una sensación de insufrible ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma, y, reclinándome en la silla, me quedé un rato sin aliento, inmóvil, con mis ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era extrema, y ni la menor huella de su ser anterior se mostraba en una sola línea del contorno. Mi ardiente mirada cayó por fin sobre su rostro.
La frente era alta, muy pálida, y extrañamente serena; lo que en un tiempo fuera cabello dorado caía parcialmente sobre la frente y, ahora negro cual ala de cuervo, sombreaba las sienes hundidas con innumerables rizos relucientes, que contrastaban discordantes, por su matiz fantástico, con la melancolía de su rostro. Sus ojos no tenían brillo y parecían sin pupilas; y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar sus labios, finos y contraídos. Se entreabrieron; y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la desconocida Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Quiera Dios que nunca los hubiera visto o que, después de verlos, hubiera muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo, y, al levantar la vista, descubrí que mi prima había salido del aposento. Pero de los desordenados aposentos de mi cerebro, ¡ay!, no había salido ni se podía apartar el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni una mota en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una mella en sus bordes había en los dientes de esa sonrisa fugaz que no se grabara en mi memoria. Ahora los veía con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí, y allí, y en todas partes, visibles y palpables ante mí, largos, finos y excesivamente blancos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el mismo instante en que habían empezado a crecer. Entonces llegó toda la furia de mi monomanía, y yo luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los muchos objetos del mundo externo sólo pensaba en los dientes. Los anhelaba con un deseo frenético. Todos las demás preocupaciones y los demás intereses quedaron supeditados a esa contemplación. Ellos, ellos eran los únicos que estaban presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los examiné bajo todos los aspectos. Los vi desde todas las perspectivas. Analicé sus características. Estudié sus peculiaridades. Me fijé en su conformación. Pensé en los cambios de su naturaleza. Me estremecí al atribuirles, en la imaginación, un poder sensible y consciente y, aun sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. De mademoiselle Sallé se ha dicho con razón que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía seriamente que toutes ses dents étaient des ídées. Des idées! ¡Ah, este absurdo pensamiento me destruyó! Des idées!¡Ah, por eso los codiciaba tan desesperadamente! Sentí que sólo su posesión me podría devolver la paz, devolviéndome la razón.
Y la tarde cayó sobre mí; y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon alrededor, y yo seguía inmóvil, sentado, en aquella habitación solitaria; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible dominio, como si, con una claridad viva y horrible, flotara entre las cambiantes luces y sombras de la habitación. Al fin irrumpió en mis sueños un grito de horror y consternación; y después, tras una pausa, el ruido de voces preocupadas, mezcladas con apagados gemidos de dolor y de pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca, vi en la antesala a una criada, deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había sufrido un ataque de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, ya estaba preparada la tumba para recibir a su ocupante, y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca, y de nuevo solo. Parecía que había despertado de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero no tenía una idea exacta, o por lo menos definida, de ese melancólico período intermedio. Sin embargo, el recuerdo de ese intervalo estaba lleno de horror, horror más horrible por ser vago, terror más terrible por ser ambiguo. Era una página espantosa en la historia de mi existencia, escrita con recuerdos siniestros, horrorosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero fue en vano; mientras tanto, como el espíritu de un sonido lejano, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. Pero, ¿qué era? Me hice la pregunta en voz alta y los susurrantes ecos de la habitación me contestaron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, brillaba una lámpara y cerca de ella había una pequeña caja. No tenía un aspecto llamativo, y yo la había visto antes, pues pertenecía al médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa y por qué me estremecí al fijarme en ella? No merecía la pena tener en cuenta estas cosas, y por fin mis ojos cayeron sobre las páginas abiertas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las extrañas pero sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat: «Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas». ¿Por qué, al leerlas, se me pusieron los pelos de punta y se me heló la sangre en las venas?
Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como habitante de una tumba, un criado entró de puntillas. Había en sus ojos un espantoso terror y me habló con una voz quebrada, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí unas frases entrecortadas. Hablaba de un grito salvaje que había turbado el silencio de la noche, y de la servidumbre reunida para averiguar de dónde procedía, y su voz recobró un tono espeluznante, claro, cuando me habló, susurrando, de una tumba profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro y de sangre. No contesté nada; me tomó suavemente la mano: tenía huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había en la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un grito corrí hacia la mesa y agarré la caja. Pero no pude abrirla, y por mi temblor se me escapó de las manos, y se cayó al suelo, y se rompió en pedazos; y entre éstos, entrechocando, rodaron unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos objetos blancos, de marfil, que se desparramaron por el suelo.

Publicado por primera vez en marzo de 1835.

El autor:
Edgar Allan Poe era hijo de Elizabeth Arlold Poe y David Poe, actores ambulantes de teatro, quienes lo dejaron huérfano a los dos años. Fue educado por John Allan, un acaudalado hombre de negocios de Richmond, y de 1815 a 1820 vivió con éste y su esposa en el Reino Unido, donde comenzó su educación.

Los Allan acogieron al niño, pero nunca lo adoptaron formalmente aunque le dieron el nombre de «Edgar Allan Poe».

Después de regresar a los Estados Unidos, Edgar Allan Poe siguió estudiando en centros privados y asistió a la Universidad de Virginia, pero en 1827 su afición al juego y a la bebida le acarreó la expulsión. Abandonó poco después el puesto de empleado que le había asignado su padre adoptivo, y viajó a Boston, donde publicó anónimamente su primer libro, Tamerlán y otros poemas.

Se enroló luego en el ejército, en el que permaneció dos años. En 1829 apareció su segundo libro de poemas, Al Aaraf, y obtuvo, por influencia de su padre adoptivo, un cargo en la Academia Militar de West Point, de la que a los pocos meses fue expulsado por negligencia en el cumplimiento del deber.

La miseria y el hambre lo acompañaron, por motivos económicos pronto dirigió sus esfuerzos a la prosa, escribiendo relatos y crítica literaria para algunos periódicos de la época; llegó a adquirir cierta notoriedad por su estilo cáustico y elegante. Debido a su trabajo, vivió en varias ciudades: Baltimore, Filadelfia y Nueva York. En Baltimore, en 1835, contrajo matrimonio con su prima Virginia Clemm, que contaba a la sazón 13 años de edad. En enero de 1845, publicó un poema que le haría célebre: «El cuervo». Su mujer murió de tuberculosis dos años más tarde. Aún hundido en la desolación, el autor terminó, en 1849, el poema «Eureka». Con la muerte de Virginia, la vida de Poe se vino abajo.

Escribió alrededor de sesenta cuentos, además de una serie de poemas, aunque a este género no le dedicó el tiempo que él hubiera querido, debido a su precaria situación económica.

Falleció el 7 de octubre de 1849. Sus últimas palabras fueron «que dios ayude a mi pobre alma».

El gnomo sin tiempo

Luciano Doti

Recuerdo lo ocurrido como si hubiera sido hoy, pero no recuerdo el momento. Es decir, me resulta imposible situarlo en algún espacio cronológico. Todo comenzó el día en que fui, como tantas otras veces, a bailar tango. Ésa fue la primera vez que lo percibí. Aunque me era bastante desconocido lo reconocí. Como si ya nos hubiéramos encontrado anteriormente. Quizás, la teoría de la reminiscencia, por la cual uno tiene un conocimiento previo de lo que es en sí, me ayudo a tener la convicción de que de él se trataba. El monstruo se hallaba sentado en una mesa al costado de la pista, y podría jurar que fue él quien me condujo hacia ella. Bailamos. Eso hicimos. No sé durante cuanto tiempo, y otra vez tengo que detenerme aquí. Porque si algo caracteriza a esta historia es que no tiene tiempo. Transcurrió o transcurre o transcurrirá en un lugar. ¿Pero cuándo?
El tango sonaba en el salón. Pie derecho atrás, el pie izquierdo dibuja una ele también atrás, junto ambos pies, avanzo uno, dos, tres, los junto nuevamente, giro abriendo el pie derecho y junto para comenzar otra vez. Lo bello en la tierra imita a lo bello en sí. Luego yo me senté en mi mesa y ella con el monstruo. A la vista de todos ella estaba sola, pero para mí estaba acompañada por ese extraño ser. Ese ser que en arcaico diálogo se debatiera si debe considerarse un dios.
Salí a caminar por una avenida que frecuente mucho en otro tiempo. Caminé varias cuadras reflexionando sobre estos temas, la gente pasaba al lado mío sin que yo fijara mi atención en ellos. De vez en cuando me corría a un costado para no chocar con alguno que iba más distraído que yo. No sé como hice para atravesar los cruces de calle, debo haberles prestado atención inconscientemente, dado que llegué a recorrer quince cuadras sin advertirlo. Estaba en la puerta de un bar ya conocido por mí y entré. Pedí cerveza. Nunca tomo vino cuando estoy solo. Me parece que un hombre solo tomando vino en un bar da una imagen de borracho, en cambio con la cerveza disimula más. Así es que, una vez disimulada mi imagen, me dispuse a tomar la cerveza y mirar por la ventana. Cuando uno se deja llevar por los pensamientos no existe el tiempo. Es como en un sueño, el pasado siempre vuelve como un flashback. Es el pensamiento consciente el que nos hace esclavos de ese tirano que gobierna nuestras vidas. En el mundo onírico el tiempo es una dimensión desconocida. El presente es un puente en el espacio, si imaginamos la vida como una línea recta, hacia atrás se extiende el pasado y hacia delante el futuro. El pasado son los recuerdos y el futuro es una ilusión. Entonces, mientras el presente es algo palpable que dura un instante, el pasado y el futuro sólo existen en la mente.
Hasta aquí seguí un orden lógico. ¿Pero qué hay si dejo de lado esa lógica? Considerando la vida como un plano, ya no como una línea recta, sino como un plano que se extiende hacia todos lados; nos encontramos con que el presente sigue siendo un punto, un instante, pero para el resto del tiempo se abren un montón de posibilidades.

El monstruo sigue junto a ella, trata de ser simpático conmigo, y ahora que recuerdo, quizás, ya lo intento otras veces. Sí, consigo recordarlo, fue en el pasado, pero yo ahora tengo más experiencia. Parece decidido y espera. ¿Cuánto tiempo? No sé cuanto tiempo. No hay tiempo.

Estoy sentado en un bar, acabo de caminar quince cuadras, tomo cerveza, la bebo de a sorbos mientras reflexiono, después termino mi cerveza, pago la consumición y me voy. Sigo avanzando por la avenida, en un momento dado, cualquiera, doblo en una esquina, y cuando me doy cuenta, estoy en un laberinto. No sé como llegué a este entramado de calles. Me encuentro con personas que ya conozco. En realidad pasan junto a mí, pero no me reconocen, no me ven. A medida que avanzo voy recordando sucesos acaecidos años atrás. De pronto algo se aclara para mí: este laberinto reproduce lo que hay en mi mente; todo lo que almacené en mi vida está aquí. Avanzo, nada me detiene, es un viaje al interior de mí ser. En un momento llego a mi límite, más allá comienza el laberinto de ella. En ese límite está el monstruo, entonces los pies se me traban. No puedo avanzar más. Me siento y espero.

Sigo sentado en mi mesa. Miro la pista de baile. Está atestada de gente y siguen llegando más. Las parejas van dibujando círculos de fuego en el piso del salón. Bebo un trago de cerveza. Mientras lo bebo miro por encima del vaso y observo, entre luces y sombras, esa mesa. Tras esa acción bajo el vaso, y junto con él también desciende mi mirada para quedarse en la pista. Me levanto de la mesa, subo la escalera, que es extensa y no tiene rellano, me dispongo a entrar en el baño, empujo la puerta y me introduzco en él. Me dirijo a uno de los mingitorios, orino, oigo que dos personas dicen algo de un faso, algo normal en el baño de un boliche, aunque sea de tango; cuando termino, cierro la cremallera de mi pantalón, voy al lavatorio, lavo mis manos, tomo una toalla descartable y me seco las manos; luego desecho la toalla en un cesto y me conduzco a la puerta de salida. Antes de salir me aseguro que mi bragueta este bien cerrada. Después bajo la escalera, camino hasta mi mesa, me siento y bebo otro trago de cerveza; fondo blanco.
El monstruo sigue inmutable junto a ella, me fugo por otro camino del laberinto, en vano, todos los caminos me llevan a él. No hay salida, me resulta imposible atravesar esa línea; el limite entre mi sector y el de ella. En medio de ambos se erige enhiesto, cual obelisco enla Plaza de la República. Éste se encuentra sobre un estrado, impone respeto con su magna presencia, bloquea mi camino autoritariamente, como si dueño de mi destino fuese.
Continúo en el salón, afuera la ciudad duerme ajena a todos estos acontecimientos. Son las 4 AM, la hora en que no se sabe si es tarde e la noche o temprano a la mañana. Mientras duermen muchos estarán creando sus propios monstruos. Es así, los hombres hemos creado seres sobrenaturales de nuestros miedos. Hace siglos nació la mitología, los dioses paganos, luego las religiones. Pero todo es un refugio para depositar allí nuestros temores.
El monstruo no existe, es un gnomo, no tiene entidad. Lo sé, no lo sabía antes pero lo sé ahora. Entonces ya no hay motivo para no avanzar. Frente a mí esta ella, tengo que atravesar toda la pista para llegar ahí. Avanzo por el laberinto, paso por el mismo sitio en el que hace un instante, al menos a mí me pareció un instante, se erigía el monstruo. No hay nada, solo, dueño del lugar, camino a mis anchas por el sitio. Ya estoy en el otro sector, paso por un costado de la pista, llego a su mesa, la saco a bailar, al rededor nuestro el resto de las personas forman un círculo, nosotros ocupamos el centro; giramos.

Un símbolo, lo que creí un monstruo es un símbolo. Representa un sentimiento. Primero tratamos de huir, pero después nos atrae. Ya no podemos escapar, cuando uno está compenetrado no puede dejarse a sí mismo. A veces, las menos, puede durar su hechizo toda la vida; otras, las más, se termina antes. Pero mientras dura no hay voluntad de escapar, el tiempo pasa sin ser percibido; no hay tiempo.

Publicado por primera vez en la antología Homenaje a Oliverio Girondo. Editorial De los Cuatro Vientos. Buenos Aires, 2003.

El autor:
Luciano Doti (Buenos Aires, 1977). Autor de obras narrativas y poesías. Desde 2003 publica en antologías colectivas de sellos editores como De los Cuatro Vientos, Dunken, Ediciones Irreverentes, Latin Heritage Foundation y Literando’s; y también en revistas digitales y blogs, entre los que se destacan miNatura, Gaceta Virtual y Helicona. Ha obtenido los premios Kapasulino a la Inspiración (2009) y Sexto Continente de Relato Erótico (2011).

Web: http://letrasdehorror.blogspot.com